miércoles, 13 de junio de 2012

Amor non tenet ordinem.

Estaban sentados a la mesa, uno enfrente de otro, tan cerca que sus rodillas se tocaban, pero no se veían uno al otro; no podían, eran bizcos.
El hombre miraba, sin poder impedirlo, hacia la mesa de su derecha.
La mujer miraba, sin poder impedirlo, hacia la mesa de su derecha.
Acostumbrada la pareja a no poder verse de frente procedieron a sentirse las manos con las manos y a recurrir a sus voces, que eran además muy bellas.
La mesa de la derecha, desde donde veía la mujer, la ocupaba una joven alta y morena que movía los labios al compás de una conversación que no se escuchaba.  La mesa de la derecha, desde donde veía el hombre, la ocupaba un joven apuesto y pálido que movía sus brazos al ritmo caótico de una conversación que no se escuchaba.
Mientras miraban las mesas allende, sus voces discurrían ajenas a las imágenes. Ella le hablaba a él sobre la mañana, sobre las nubes lilas en el cielo cobalto. Él hablaba acerca del recuerdo de su padre, del reloj antiguo que portaba en la muñeca. Al tiempo que se hablaban, sus manos se recorrían, un par al otro, siguiendo caminos surcados por el tiempo y la costumbre.
Cuando ella hablaba, él veía al joven. Miraba discretamente sus labios, dos líneas tersas y rosadas, las veía moverse en una precisión extraña entre bocado y bocado de la gelatina de moras que tenía enfrente. Cuando él hablaba, ella veía a la joven. Miraba con mesura los ojos grandes y verdes que dominaban brillantes su cara afilada. En tanto ellos veían a los otros comensales, escuchaban lejanas las voces del que tenían enfrente. Y mientras más lejos escuchaban las voces, con más fuerza se aferraban las manos.
Él movía sus pulgares, acariciando con dulzura esa parte de la mano que no es aún índice ni palma. Ella recorría firme los nudillos del anular y del medio. Entretanto hablaba ella sobre una tierra salvaje e inconquistada, él miraba fijamente la nariz recta del joven cenando a su derecha. Así, cuando él hablaba de la pieza de ajedrez de ónix que se había quebrado el día anterior, ella dejaba sin descaro descansar sus ojos en el vientre plano de la morena.  Durante su esquiva escucha y su mirada atenta, sus manos listas, lisas, seda bailaban en trance sobre palma y dorso, y muñeca y carpo.
Por fin se levantaron impúdicos de sus asientos, los dedos de él buscando las piernas de ella; los dedos de ella buscando el pecho de él. Él dijo unas palabras mientras veía la mesa ajena. Ella dijo unas palabras mientras veía la otra mesa.
Ya no lo escuchó ella. Ya no la escuchó él. Caminaron sin reparos a la mesa de su derecha y extendieron sus brazos y prendieron ella a ella, él a él. Y durante un segundo no hubo más que ver pues con los ojos cerrados: Ella la besó; Él lo besó. Los ojos verdes parpadearon y se dejaron llevar por el dulce sabor de una voz salvaje y silenciosa. El ritmo caótico de los brazos fue recíproco y se asió justo encima del reloj antiguo. Los cuerpos se unieron al tiempo en cada lado de la mesa. Ella veía en una luz lila y de cobalto como él besaba. Él veía quebrarse bajo el beso apasionado de ella a la joven ónix.  Ella buscó con los dedos el pecho de ella, los dedos de él buscando del otro las piernas.

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